miércoles, 17 de noviembre de 2010

Fue una clara tarde, triste y soñolienta...

No es habitual que a una niña pequeña le guste la poesía, pero quizá yo no era una niña habitual...
 



Paseaba de la mano de mi tía ojeando los tenderetes de la fiesta grande de la ciudad. Además de las tradicionales atracciones de feria, las calles aledañas estaban llenas de puestos donde los vendedores ambulantes nos ofrecían todo tipo de artículos: ropa de abrigo tejida con una gruesísima lana procedente de perú, enormes figuras de animales talladas en madera, gorros, foulards, bolsos, bisutería... hasta que de pronto nos topamos con el enorme puesto de libros. Es un puesto de libros usados, de ediciones antiguas, singulares... todos los años nos parábamos en él abriéndonos paso entre la multitud para explorar los títulos... No sé qué hizo que ese año me fijase en la Antología Poética de Antonio Machado, pero en cuanto lo ví, supe que ése era el libro que me iba a llevar.

No sabía mucho de poesía, apenas lo que nos habían contado en el colegio... pero aquel libro me había fascinado... No podía dejar de leerlo una y otra vez. Cada poema me transmitía vívidamente las imágenes de cada verso: el color, el olor, el aire, la piel, las palabras...

Desde entonces, puedo decir que Antonio Machado continúa siendo mi poeta predilecto. Aquel libro me hizo comenzar a leer poesía como loca, convirténdome así en el bicho raro de la familia...

Hace ya algún tiempo que tengo este género un poco olvidado, sin embargo los ecos de este poema jamás dejarán de resonar en mi cabeza.


Fue una clara tarde, triste y soñolienta
tarde de verano. La hiedra asomaba
al muro del parque, negra y polvorienta... 

          La fuente sonaba.
    Rechinó en la vieja cancela mi llave;
con agrio ruido abrióse la puerta
de hierro mohoso y, al cerrarse, grave
golpeó el silencio de la tarde muerta.
 En el solitario parque, la sonora
copia borbollante del agua cantora
me guió a la fuente. La fuente vertía
sobre el blanco mármol su monotonía. 

    La fuente cantaba: ¿Te recuerda, hermano,
un sueño lejano mi canto presente?
Fue una tarde lenta del lento verano. 

          Respondí a la fuente:
No recuerdo, hermana,
mas sé que tu copla presente es lejana. 

    Fue esta misma tarde: mi cristal vertía
como hoy sobre el mármol su monotonía.
¿Recuerdas, hermano?... Los mirtos talares,
que ves, sombreaban los claros cantares
que escuchas. Del rubio color de la llama,
el fruto maduro pendía en la rama,
lo mismo que ahora. ¿Recuerdas, hermano?...
Fue esta misma lenta tarde de verano. 

    —No sé qué me dice tu copla riente
de ensueños lejanos, hermana la fuente. 

    Yo sé que tu claro cristal de alegría
ya supo del árbol la fruta bermeja;
yo sé que es lejana la amargura mía
que sueña en la tarde de verano vieja. 

    Yo sé que tus bellos espejos cantores
copiaron antiguos delirios de amores:
mas cuéntame, fuente de lengua encantada,
cuéntame mi alegre leyenda olvidada. 

    —Yo no sé leyendas de antigua alegría,
sino historias viejas de melancolía. 

    Fue una clara tarde del lento verano...
Tú venías solo con tu pena, hermano;
tus labios besaron mi linfa serena,
y en la clara tarde dijeron tu pena. 

    Dijeron tu pena tus labios que ardían;
la sed que ahora tienen, entonces tenían. 

    —Adiós para siempre la fuente sonora,
del parque dormido eterna cantora.
Adiós para siempre; tu monotonía,
fuente, es más amarga que la pena mía. 

    Rechinó en la vieja cancela mi llave;
con agrio ruïdo abrióse la puerta
de hierro mohoso y, al cerrarse, grave
sonó en el silencio de la tarde muerta.



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